Países de producción y paso como Myanmar, Afganistán, Irán o, en América Latina, Perú, Colombia y México, han pagado en desarticulación institucional, violencia, inseguridad y corrupción, costos superiores a los que el consumo de drogas prohibidas hubiera provocado en su salud, su economía o su equilibrio social.
Los esfuerzos mexicanos en la materia admiten la comparación con el mito de Sísifo, condenado a subir una piedra montaña arriba sólo para que al llegar a la cima la piedra ruede cuesta abajo, y haya que subirla de nuevo.
El problema de México es de salud pública, como en todos los países, pero es también, con especial urgencia, un problema de seguridad. La prohibición impide una política integral de salud sobre las drogas porque niega la realidad. Es imposible pensar un mundo sin drogas. Podemos pensar, en cambio, un mundo capaz de controlar razonablemente el uso de estas sustancias.
La prohibición impide también una política eficiente de seguridad pública. Da rentas demasiado altas al crimen. Para países como México, el primer peldaño en el problema de seguridad es la flaqueza institucional de su Estado de derecho. Pero el problema se dispara por las rentas que los narcotraficantes obtienen en el mercado ilegal. Son esas rentas las que permiten al crimen organizado corromper, reclutar y armarse desmesuradamente.
La prohibición es lo que hace que un kilo de mariguana valga en México 80 dólares, y que ese mismo kilo cueste dos mil dólares en California; que un kilo de cocaína valga en una ciudad fronteriza mexicana 12 mil 500 dólares, y 26 mil 500 en la vecina ciudad estadunidense; que un kilo de heroína sea vendido aquí en 35 mil dólares, y en 71 mil del otro lado del río Bravo.
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