La arrogancia de Obama ha sido motivo de crítica, muchas veces injusta, de parte de la derecha. El Tea Party ha explotado el intelectualismo de Obama -educado en Harvard- y de su Administración -repleta de títulos de Ivy League- como una prueba de su separación respecto al país real, a la América profunda. El rechazo al intelectualismo es un fenómeno viejo en la sociedad norteamericana sobre el que ya teorizó Richard Hofstadter en un magnífico ensayo en 1963.
Pero, en el caso de Obama, esa crítica reposa sobre un sustrato cierto. El intelectualismo de Obama es, obviamente, una garantía de su solvencia, pero también es motivo de una actitud excesivamente contemplativa ante los acontecimientos. Su arrogancia no es el fruto de una cuna privilegiada sino el producto de un éxito prematuro.
Esa personalidad se refleja en su política. Quizá el momento elegido no era el mejor para la reforma sanitaria, quizá debió corregir sobre la marcha, quizá tuvo que atender los primeros síntomas de malestar entre los ciudadanos.
Son muchos quizás, efectivamente. Es fácil juzgar los acontecimientos a posteriori. Pero lo que distingue a los gigantes políticos es su capacidad de acertar en las decisiones inmediatas. Obviamente, Obama no ha acertado. Pueden parecer magníficos algunos de sus logros y extraordinariamente nobles sus motivos. Pero una mayoría de los norteamericanos no lo cree y, en una democracia, es obligación de un presidente respetar la opinión de sus electores. En una democracia hay gobernantes, no grandes timoneles ni guías morales.
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