Friday, March 8, 2013

El laberinto de la choledad

Guillermo Nugent*

Dicen bien los que dicen que un hombre de valía es un hombre mezclado.(1)
Montaigne (1580)

El laberinto de la choledad fue escrito a fines de la década de los ochenta y publicado en 1992. Muchas cosas han cambiado desde entonces. Para las ciencias sociales no existían los cholos y cholas. El único trabajo anterior que había hecho mención al asunto, y con pinzas, había sido uno de Aníbal Quijano sobre la emergencia del grupo cholo. Me parece que la preocupación del autor era entender a un grupo social que no encajaba en los esquemas de clases sociales en uso en las décadas de 1960 y 1970.(2)

No menos importante era la figura del laberinto: aludía a la necesidad de orientación, propia de momentos que siguen a la cristalización de cambios en la vida pública. El tránsito postoligárquico que empezó con los gobiernos civiles de la década de 1980 no había creado una comunidad política en sintonía con las prácticas cotidianas: la nula voluntad por institucionalizar los amplios espacios de la informalidad y la veloz expansión del ciclo de la violencia política fueron los aspectos más notorios. Agréguese a lo anterior que las cosas en el segundo belaundismo (1980-1985) fueron hechas y manejadas con un fuerte tono de «y como decíamos ayer», en referencia a su primer gobierno (1963-1968).

Los temas en debate estaban marcados por la preocupación acerca de la identidad. La reacción ante el nuevo orden de cosas elaboró el cliché a partir de una frase suelta que Vargas Llosa había escrito desde París: «En qué momento se jodió el Perú». Siempre me llamó la atención tanta simplonería convocada alrededor de una frase que ciertamente no era pronunciada por quienes estaban en las condiciones de vida más precarias. Por el contrario, había un tufillo autocomplaciente en la pronunciación que le quitaba toda credibilidad. El Perú se había choleado y eso, entonces y ahora, produce incomodidad en la cultura escrita.

¿DEBEMOS OLVIDAR EL GAMONALISMO? TODAVÍA NO

El otro gran tema era el relacionado con la violencia política. Ahí empezó una tendencia en los debates que se prolonga hasta ahora, que consiste en negar cualquier vínculo con la modernidad en la explicación y comprensión de los problemas sociales.(3) Esta curiosa estrategia apologética del presente asume que todos los problemas del Perú, en particular los vinculados con la asimetría en las relaciones de poder, se originan mucho, pero mucho tiempo atrás.

Así como el mantra neoliberal «mercado» e «inversión extranjera» es invocado para solucionar cualquier dificultad, en buena parte de la actual producción de las ciencias sociales hay dos términos comodín que también explican prácticamente todo: el sustantivo «tradición» y el adjetivo «colonial».

Ante la violencia extrema de Sendero Luminoso, que empezó en 1980, de pronto se descubrió que había una tradición autoritaria de varios siglos atrás. ¡Caramba! Un par de décadas antes, cuando hubo un vigoroso movimiento de sindicatos campesinos en el Cusco, un lema pronunciado frecuentemente en las movilizaciones era «¡Wanunchu gamonal!» (muerte al gamonal). En ese momento, la tal «tradición autoritaria de varios siglos» no fue reconocida por nadie, y menos todavía se trazaba algún paralelismo entre Hugo Blanco y la represión policial y algún episodio del siglo XVI como una interpretación definitiva de lo que estaba sucediendo. Matices más, matices menos, la discusión giraba en torno a dos términos: «reforma agraria» y «gamonalismo». Incluso en la actualidad, la reforma agraria de 1969 es todavía mencionada, generalmente por la derecha política, para afirmar que fue un fracaso absoluto. Casi nadie la entiende como la más definitiva emancipación social registrada en el siglo XX, a pesar de su demora.

Llama poderosamente la atención en los actuales debates y elaboraciones en las ciencias sociales el gran silencio alrededor del gamonalismo. Es tan unánime que cabe pensar si no estamos ante un proceso de encubrimiento de una serie de prácticas que siguen teniendo vigencia entre nosotros. La crítica del mejor pensamiento social peruano durante el siglo XX y segunda mitad del XIX fue implacable en el cuestionamiento al gamonalismo. Un régimen que, en torno a la figura del hacendado omnipotente, generaba una serie de prácticas que involucraban por sobre todo las maneras benevolentes y despóticas de ejercer la autoridad tutelar. Jueces, militares y curas participaban de esas prácticas que definieron en gran parte el estilo cívico del Perú republicano. Una amplia serie de autores que va desde Clorinda Matto hasta José María Arguedas señalaron una y otra vez al gamonalismo como el principal mal público. Una tradición honorable en la que me reconozco.

Pero el silencio de las ciencias sociales sobre este punto va en dirección contraria a las expresiones del sentido común. Cuando alguien o un grupo está en una situación en la que un personaje se porta con prepotencia, abusa o pasa por encima de los demás, la expresión de rigor es: «¿Este cree que está en su chacra?». Un miembro de una de las minorías políticas del Parlamento puede referirse a un representante de la mayoría y decir «fulano cree que el Congreso es su chacra y puede hacer lo que le da la gana». El cambio de significado del término indica nuevas relaciones sociales también. Hace una o dos generaciones, «chacra» era usado como adjetivo para señalar que algo estaba hecho de mala manera, descuidadamente. Pero «chacra» ha recobrado su condición de sustantivo para referirse al espacio del abuso, del pasar por encima de los acuerdos y de las reglas. El estilo gamonal, justamente. Lo característico del gamonalismo no es la exclusión, como se obstinan en hacernos creer los informes de las instituciones multilaterales. Por el contrario, se trata de la proliferación de formas particulares de inclusión para evitar formas generales de inclusión. De esta forma, el universo social se compone de una serie de grupos que, según su posición en la balanza de poder, definen arbitrariamente los términos de inclusión. Es lo que familiarmente se llama «argollas». Es no menos sintomático que en los debates se hable con más facilidad de las tradiciones autoritarias o del racismo, antes que de las argollas. Que yo recuerde, los únicos que hacen un uso público del término, en un sentido denunciatorio, son los comentaristas deportivos. Las dificultades entre jugadores, entrenadores y dirigentes deportivos congregan la atención pública, entre otras razones, porque guardan un tremendo parecido de familia con las dificultades laborales que la gente encuentra en la vida diaria. Es sabido que justamente de lo que se prefiere no hablar es de lo que más presencia práctica tiene.

¿Cuáles son los rasgos del gamonalismo que persisten una vez que su símbolo territorial, la hacienda, desapareció? La respuesta no es difícil: todo lo que espontáneamente es señalado como perteneciente a «su chacra»: la imposición, la negativa a la discusión eficaz, la separación de espacios ‘lindos’ y espacios ‘feos’, el universo como un encadenamiento jerárquico de argollas. Un mundo donde la solidaridad se convierte en sinónimo de complicidad y encubrimiento.

MASACRES DE ENTRE CASA Y DEMOCRACIA DE VISITA

Las regiones de la conducta se confunden con los límites de aplicación de la ley. En las regiones posteriores todo puede pasar «porque nadie ve», mientras la región anterior es de una patente estrechez y donde los medios de comunicación tienen su parte de responsabilidad. Ese proceder de gamonal sustituye la vigencia de la ley por la mirada del hacendado. Es real lo que permanece dentro de la mirada oficial. Esta es probablemente una de las razones para entender la extendida violencia criminal de las décadas de 1980 y 1990. Lo que está fuera de la mirada no existe. Eso le dio un matiz adicional, y decisivo, a las respuestas de guerra sucia que tuvo el Estado en esos años. En efecto, Sendero Luminoso se empeñaba en espectacularizar su violencia con evidentes fines intimidatorios. El Estado optó por sustraer la mirada oficial en torno a sus acciones. Esto es algo distinto al secreto, que involucra a pocos, y también al fanatismo ideológico. En las dictaduras militares sudamericanas de la década de 1970, las instituciones militares hicieron del anticomunismo un elemento central en la cohesión de voluntades. En el Perú, no obstante la explícita autodescripción como comunista de Sendero Luminoso, mucho mayor que la de cualquier otro actor de la región, la represión no requirió del anticomunismo como pieza central. Simplemente se hizo las cosas en lo que Goffman llamó «las regiones posteriores de la conducta»: hacer como si eso no existiera. Las cosas que se hacen cuando «no hay visita» en la casa. Las masacres eran más un asunto de entre casa, de chacra, que de macartismo.4 Se trataba de acciones militares de amplio alcance que ocasionaban muchas muertes y que eran ocultadas con una facilidad sorprendente. (5)
Varios extrajeron, con ligereza, la conclusión de una orientación etnocida o racista en las matanzas.6 La afirmación más usual para respaldar estas acusaciones es señalar que un número mayoritario de las víctimas eran quechuahablantes. Esta es una clásica falacia de razonamiento: de la afirmación de que la mayoría de las víctimas compartían un rasgo étnico —hablando con propiedad más bien lingüístico—, se infiere que los perpetradores de tales acciones no serían quechuahablantes ni pertenecerían a una cultura andina. No hay base para tal inferencia. Por ejemplo, basta ver los apellidos de los miembros del grupo Colina, o recordar que un jefe militar de los años ochenta, el general Huamán, dominaba el idioma, sin mencionar que varios mandos senderistas eran hijos de familias campesinas que habían ido a la universidad y eran bilingües. Menos espectacular como explicación, pero más probable, es que un Estado obstinado en comunicarse únicamente en castellano coloca en la más extrema indefensión a los ciudadanos que, además de estar en pobreza crítica, hablan exclusivamente una lengua que es diferente al castellano.

GOOD BYE, LENIN. HELLO, RACISM!

A mediados de la década de 1990 cobra fuerza una interpretación que deja de lado la cuestión de las «tradiciones autoritarias de la herencia colonial» y pasa a ensayar el racismo como la patología central de la vida social peruana. Claro, se sobreentiende que también tiene que ser colonial. ¿Cómo así aparece este tema?

Hay dos acontecimientos que permiten una primera explicación: en 1992 es capturado Abimael Guzmán y Sendero Luminoso se desinfló en cuestión de meses, algo sorprendente teniendo en cuenta la tradición autoritaria multisecular y de raíz colonial que supuestamente le daba sustento y legitimidad. Lentamente, la preocupación por la violencia se diluyó como tema de interés académico. El otro acontecimiento ocurrió unos años antes, pero la intensidad de sus consecuencias no fueron evidentes de manera inmediata: la caída del Muro de Berlín en 1989. Aparte del desmoronamiento del modelo soviético, su sustento ideológico, el marxismo-leninismo, quedó fuera de juego. (7)
Antes que un sistema de conceptos, se trataba sobre todo de una retórica en la que la confrontación era de carácter inevitable. La lucha de clases, entendida como beligerancia retórica, cayó en el descrédito. ¿Cómo seguir con la misma melodía pero cambiando la letra? Ya lo adivinó: con la lucha de razas.

Plantear la cuestión en el Perú no deja de ser curioso, especialmente en el terreno de los reconocimientos colectivos: el único santo peruano, ejem, no es blanco precisamente8 y la universidad que lleva su nombre no es un reducto de la etnicidad afroperuana. ¿Y cómo es conocido el Señor de los Milagros? ¿Cómo el Cristo blanco? Frío, frío. Pero si vamos al siglo XX vemos no uno sino al menos cuatro presidentes ‘étnicamente diversos’ respecto del ideal criollo: Sánchez Cerro (1930-1933), Velasco (1968-1975), Fujimori (1990-2000) y Toledo (2001-2006). El único aborrecido por la derecha conservadora es el segundo de los nombrados y no me atrevería a decir que por motivos racistas. De hecho, fue el único que le puso la mano encima al gamonalismo, y eso hasta ahora les duele. Podríamos seguir con varios otros ejemplos, como las barras más bien violentas de Alianza Lima y de la U (a pesar de que unos son ‘grones’ y otros ‘cremas’ no tienen una diferenciación racial o étnica apreciable y esta es por completo prescindible en las autodescripciones grupales).

Sin duda, fue una gran frustración antropológica que Sendero Luminoso, en medio de su violencia sin límites, no planteara algún tipo de apelación racial durante su docenio sangriento (1980-1992). Por último, las actuales mafias del narcotráfico, a cuyo cargo están las formas más despiadadas de violencia en la actualidad, tampoco parecen tener un componente étnico o racial definido. En las noticias policiales sobre asesinatos, los feminicidios muestran una nitidez que no tiene equivalente con motivaciones de orden racial o étnico. Mientras escribo este artículo veo en la página web de la Universidad de Princeton un enlace a una representación que lleva por título «Esfuerzos inspiradores para mejorar las relaciones raciales».(9)   ¿Puede imaginar usted algo semejante en la web de una universidad peruana concerned con el racismo?

Lo anterior es para mostrar que en los momentos de cohesión, sea a propósito de las devociones masivas o el reconocimiento a los presidentes, o en los momentos de mayor conflicto —terrorismo, narcotráfico, homicidios—, las líneas raciales no presentan atributos para delimitar campos o equilibrios en la balanza de poder. He omitido mencionar el bastante obvio terreno de las mezclas sexuales para mantenerme en los términos en que se plantea la cuestión racial hoy en las ciencias sociales del país. Aunque no puedo dejar de mencionar mi extrañeza por la omisión dado el abundante vocabulario psicoanalítico utilizado pero que evita preguntarse por las acciones de la gente respecto de su sexualidad. Sobre todo en una ciudad como Lima donde la proliferación de hostales es algo que pertenece al terreno de la evidencia. Por cierto, en los hostales, a diferencia de las discotecas, nadie se reserva el derecho de admisión.

PIGMENTOCRACIA NO ES UNA PALABRA FASHION

Entonces, ¿cómo explicar la importancia que tienen el tono de piel y los apellidos en «la presentación de la persona en la vida cotidiana»? Se trata en efecto de tonos, no de razas, y sirven para definir quién es más y quién es menos, un rasgo fundamental en una sociedad jerárquica. Es el universo del tutelaje engendrado por el gamonalismo. ¿Qué novedad hay en todo esto? Eso es lo que fue denunciado durante todo el siglo XX y antes: el mundo de la humillación, de la prepotencia, propio de la hacienda, de la chacra, como muy bien lo recuerdan las expresiones coloquiales del sentido común cuando alguien siente sus derechos vulnerados, y a las que tan poco afectos parecen ser quienes escriben sobre los asuntos públicos peruanos. Un par de situaciones pueden ilustrar mejor lo dicho.

A comienzos de la presente década fue publicado un libro tremendamente pertinente para esta discusión y que no mereció mayor atención de la crítica: Testimonio de un fracaso: Huando. Habla el sindicalista Zózimo Torres de Charlotte Burenius.10 Es la historia de vida del personaje del título, desde su infancia, su carrera de dirigente sindical campesino, cooperativista y actual agricultor. Lo inusual es que la entrevistadora es hijastra de uno de los hacendados dueños de Huando y pasaba las vacaciones de verano en la casa-hacienda en los mismos años en que el dirigente sindical vivía en los galpones destinados a los trabajadores. La autora es hija de padres europeos, mientras los padres del entrevistado son de la zona de Huando. Todos los componentes para que el racismo estuviera en el primer plano de la atención… si este fuera el elemento explicatorio central del mundo que vivieron. Naturalmente, no aparece ni por asomo. Dada la trayectoria de ambos, es difícil creer que haya un componente encubridor. Sí hay, en cambio, una amplia descripción de cómo era dirigida la hacienda —considerada ‘moderna’ a diferencia del arcaísmo imperante en el sur andino—, que corresponde al mundo gamonal: la arbitrariedad, la encarnación de las normas en la figura de los hacendados, el particular rechazo a la biblioteca del sindicato. Se describe también la distintiva afición de Torres por la lectura estimulada en la niñez por una tía protestante, su negativa a poner un negocio cuando la cooperativa quebró, el reencuentro con un compañero que apoyaba a los hacendados. Pero el relato que surge no se parece a La cabaña del tío Tom.

La segunda situación es una intervención de una estudiante en un curso de maestría que dicté hace pocas semanas, cuando discutíamos el tema de las líneas raciales como elemento de identidad en el Perú. La mayoría de las intervenciones reconocían diversos tonos de mezcla, pero Ana Álvarez (11) levantó la mano y afirmó lo siguiente: «No estoy de acuerdo con lo que dicen los compañeros. Vivimos en una sociedad muy racista y les voy a poner mi caso: cuando era niña, mi hermano y yo jugábamos muy bien con nuestros amiguitos del barrio, pero cuando llegaban sus padres se alejaban de nosotros; ellos les decían que no se juntaran con nosotros porque teníamos la piel oscura». Una adición decisiva culmina el relato: «Y yo no sé por qué decían eso, porque no somos negros, mi padre es de Ica…». El tono denunciatorio no deja dudas respecto de la importancia de los tonos de piel, pero no llega a conectar una apelación a líneas raciales que definan la identidad. La profesora de derecho de Yale, Amy Chua, autora de un libro ineludible sobre el odio étnico en el mundo contemporáneo, llama a esta situación «pigmentocracia»:

Con la excepción de Argentina, Chile y Uruguay (donde desde muy pronto los pueblos indígenas fueron en buena parte extinguidos), la sociedad latinoamericana es fundamentalmente pigmentocrática. Se caracteriza por un espectro social con élites más altas, de piel más clara y sangre europea en un extremo; masas más bajas, más oscuras y de sangre india en el otro, y una gran cantidad de «cruces» en medio. El origen de la pigmentocracia se remonta al período colonial.(12)

Es justamente esa «gran cantidad de “cruces” en medio» lo que caracteriza a una sociedad jerárquica: el orden a través de la subordinación antes que a través de la separación. Ese es un problema político antes que un asunto de mentalidades o psiquismos individuales y no tiene, como la propia Chua cree, orígenes coloniales. El racismo, en sus variantes más conocidas, se expresó como separación, como expulsión. Ello suponía una élite nítidamente diferenciada y autosuficiente, es decir con una ética del trabajo moderna. Lo cierto es que en varios países latinoamericanos tales élites tienen, dicho de una forma coloquial, la flojera propia del rentismo: siempre quieren tener cerca alguien que les haga las cosas. A eso alude la expresión acerca del «cholo barato». Sin duda, quisieran ser racistas para sentirse más occidentales, pero terminan diciendo como Macunaíma: ¡Qué pereza! Al final, todo no pasa de un reglamento de playas en el verano o una eventual bronca en un restaurante. Es el racismo de Kiko, el personaje del Chavo del Ocho: puede jugar muy bien con sus amiguitos y solo cuando pierde, no antes, dice: ¡Chusma, chusma!

Hoy, sin embargo, los elementos más dinámicos del mundo que vivimos están marcados por una creatividad que tanto en su variante de ejercicio del ingenio como del sentido de adaptación están cambiando rápidamente nuestros hábitos y maneras de pensar. Los muros que separan oralidad y escritura están cada vez más resquebrajados. Hay un gran sentido del ingenio pero también una dureza excesiva, innecesaria, en las condiciones de vida y en el trato diario. Dejar la chacra comunicativa y recuperar una mejor relación con la naturaleza-cultura de la que somos parte nos descubrirá acontecimientos de una potencialidad insospechada. Pero eso ya es parte de otra película. Por el momento, concentrémonos en la consumación del tránsito del gamonalismo a la democracia, que no es una chamba fácil.

* Profesor universitario (San Marcos, U. Peruana de Ciencias Aplicadas, U. del Pacífico). Sociólogo (FLACSO, México) y psicoterapeuta formado en el Centro de Psicoterapia Psicoanalítica de Lima. Procura mantener el sentido del humor y detesta las argollas con toda su alma.

1 Montaigne. «De la vanidad». Ensayos. Madrid: Cátedra, 1998, t.º III, p. 244.

2 Quijano, Aníbal. Dominación y cultura: lo cholo y el conflicto cultural en el Perú. Lima: Mosca Azul, 1980.

3 Una excepción importante es la explicación dada por Carlos Iván Degregori en varios textos sobre el surgimiento de Sendero Luminoso: la reapertura de la Universidad de Huamanga en los años sesenta habría llevado a una acelerada modernización de las expectativas de los estudiantes, muchos de ellos de familias rurales, y que el contraste entre ese ideal de modernidad y el entorno marcado por el estancamiento en la pobreza habría sido un factor crítico.

4 Curiosamente, la invocación a «los comunistas» como el gran peligro al acecho hoy tiene acogida en círculos del gobierno y prensa conservadora a propósito de los conflictos entre grandes empresas mineras y comunidades campesinas. Eso no sorprende tanto. Pero si hay quienes en nombre del comunismo se dedican a matar a miles de personas sin mayor conexión con «el mercado» o «la inversión extranjera», entonces el anticomunismo no es necesario. Las ONG ambientalistas resultan más comunistas que Sendero Luminoso. Así es la derecha en el Perú.

5 De ahí el tremendo impacto público, veinte años después, de los testimonios de las víctimas del terrorismo ante la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Superpuesta a la atrocidad de las acciones descritas había algo peor: la intensidad intacta a pesar de los años transcurridos. Eran acciones y personas que habían quedado en esa región posterior de la conducta, que en el Perú se suele denominar, de manera extraña, «los lugares más alejados del país».

6 Entre ellos la propia CVR.

7 Aunque no debe dejarse de lado que el Partido Comunista Chino se define aún como marxista-leninista y está en el poder del país estrella de la globalización.

8 En una escena de la película Borat —protagonizada por el comediante inglés Sacha Baron— que se desarrolla en Nueva Orleans, el protagonista acompaña a su casa a una mujer negra que es prostituta luego de una hilarante velada con un grupo de blancos. En el cobertizo de la entrada puede verse una pequeña estatua de San Martín de Porres. Sería impensable encontrar esa imagen en un barrio blanco norteamericano. Debo la aguda observación a una persona que prefiere permanecer en el anonimato.

9 Véase . Consulta realizada el 23 de mayo de 2008.

10 Lima: IEP, 2001.

11 Nombre real, incluido con autorización de la estudiante.

12 El mundo en llamas. Los males de la globalización. Buenos Aires: Ediciones B, 2005, p. 69.
Publicado en la Revista Quehacer/Desco (Peru) Nro. 170 / Abr. – Jun. 2008

* Guillermo Nugent. El laberinto de la choledad. 2da. edicion 2012

Hace veinte, años Nugent publicó el ensayo El laberinto de la choledad apoyándose en dos ideas básicas. La primera es la distancia que existe entre un vocabulario público con un amplio registro para distintas formas de discriminación, amenazas, miedos, y una realidad cotidiana que —por el contrario y de manera persistente— tiende hacia la conexión de las diferencias. En la conversación ciudadana, lo que decimos suele estar muy rezagado de lo que hacemos.

La otra idea, derivada de la anterior, consiste en que la realidad no es ordenada tanto a partir de un ideal moral como de la capacidad de crear estigmas. Evitar la vergüenza importa más que la satisfacción con las propias ocurrencias.

Esta segunda edición incluye dos ensayos que complementan el planteamiento inicial. El primero es «Apología de Bob López (lo esencial es visible a los ojos)», donde, a propósito de un cuento de Julio Ramón Ribeyro, el autor discute la cuestión de qué significa ser auténtico en un mundo público fuertemente jerarquizado. El otro ensayo, titulado «Los argumentos sobre la violencia», es un intento por ordenar tres distintas perspectivas presentes en los debates públicos durante los años más estremecedores de la violencia política y la debacle económica en el Perú.

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