CENICIENTA MODERNA
Siempre que alguna fémina recurre a mi para pedirme un favor, siento la necesidad imperativa de ayudarla. Y no es que yo tenga algún interés subalterno o que pretenda ser el sucesor de Badani o de Ezequiel Ataucusi, ni mucho menos pretendo ser un filántropo a ultranza o la madre Teresa de Calcuta, simplemente aflora en mi, algún instinto animal primitivo de protección, de cuidado, de tutela.
Un viernes de octubre, una amiga de Janecita se casaba en una iglesia ubicada en Miraflores y por lo tanto tendríamos que asistir (entiéndase el “teníamos” como “ser chofer de Janecita”). El plan era sencillo, saldría de trabajar, apretaría el acelerador, Janecita me esperaría lista, yo con las mismas me enfundaría mi único terno por el que ya todos me conocen en matrimonios, cumpleaños, aniversarios, quinceañeros, etc. Y listo. Todo estaba medido, cronometrado, planificado.
Pero como dice el dicho “uno propone, Dios dispone pero llega el diablo y todo lo descompone”, justo antes de salir, suena mi celular. Era mi amiga Helen. “Hola Marcelito” me dijo “por donde estás” agregó. “Estoy saliendo de mi trabajo”, respondí en tono apurado. “Estoy por San Isidro y tengo que ir a Surco, por la U de Lima, me das una jalada?”. Estaba realmente apurado, pero una vez más como comenté en el primer párrafo, afloró, renació, brotó en mi el instinto de benefactor que me aqueja y acepté darle un “aventón” considerando que de alguna manera estaba dentro de mi ruta de regreso. “Ya Helencita, pero estoy apurado, tengo un matrimonio y estoy con el tiempo medido, así que cuando pase ya tienes que estar allí” le dije. “No te preocupes, es más ya estoy saliendo”, respondió.
Salí rapidísimo por las calles de San Isidro. Cuando llegué al centro empresarial Helencita ya estaba esperándome. Salía del trabajo y llevaba una maleta deportiva enorme. Subió rapidísimo, varios carros protestaron tocándome el claxon. Previo saludo empezamos a conversar. Me contó que se iba a hacer deporte con una amiga. Mientras hablaba se sacó los zapatos de taco y se calzó unas zapatillas blancas de deporte “estos zapatos me están matando” me dijo. “bueno, no me opongo a que sigas cambiándote… prometo no mirar” le bromeé. Ella sonrió, “idiota” respondió.
Conversamos todo el camino. La dejé cerca a la universidad de Lima y me dirigí directo a casita. Llegué y Janecita, como todas las mujeres, aún no terminaba de arreglarse. Me di un baño, me enfundé mi “terno tonero” y salimos al carro. Janecita salió llevando algunos accesorios en la mano. En el auto aún seguía dándose los últimos toques al maquillaje usando cuanto espejo encontrase alrededor.
Como iba al límite de la velocidad permitida, al hacer una frenada repentina sentí que un objeto rodó hasta parar cerca de los pedales. En uno de los semáforos disimuladamente miré a mis pies y vi un zapato de taco de mujer. De inmediato me vino a la mente que Helencita estaba cambiándose los zapatos en el auto. “Maldita sea” pensé, “sólo esto me faltaba”. De inmediato mi mente empezó a maquinar qué responder si Janecita descubriera esa prenda femenina en el auto. Decirle la verdad, a pesar de ser inocente, me costaría una pelea terrible, más aún que Helencita nunca fue de su agrado. El temor me invadió y decidí mantener oculto el zapato hasta tener la oportunidad de deshacerme de él.
Mientras Janecita se arreglaba el maquillaje y mientras yo conducía, con un movimiento hábil deslicé con mi pié, el zapato de taco hasta cerca del asiento. Intentaba distraer a Janecita que mire a otro lado pero ella seguía arreglándose el vestido. En un semáforo un pequeño niño se acercó por la ventana de Janecita para ofrecer sus productos “golosinarios” (¡siempre me he preguntado si existe esta palabra!). Quedaban pocas cuadras para llegar al local y esta era mi oportunidad. Aproveché el momento de su distracción, bajé la ventana y lancé el zapato a la berma central. Y como dicen que para eso existe la Ley de Murphy, para mi mala suerte le cayó en la cabeza a una señora vendedora de caramelos que cabeceaba rendida por el sueño, sentada en el pasto.
La luz verde del semáforo me salvó esta vez y arranqué como “fast and furious” rumbo al local de recepción, mientras veía por el retrovisor a la vendedora que me perseguía con el zapato en la mano. “¿Qué tiene esa señora?” preguntó Janecita. “no-no-no he visto nada” respondí titubeando. “venía corriendo atrás gritando” agregó. “no sé, la gente está cada día más loca” alegué tratando de simular cierta soltura.
Cuando llegamos Janecita terminaba de darle los últimos toques a su vestido y mientras buscaba entre sus pies exclamó desesperada:
“ME FALTA UN ZAPATO… ¡ME FALTA UN ZAPATO!”.
Y otra vez la Ley de Murphy, apareció la vendedora de caramelos con el zapato de Janecita en la mano intentándome atacar.
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