Before Sunrise no es tanto una historia de amor como un vistazo a un instante pasajero. El director, quien en 1995 tenía 35 años, subraya la naturaleza etérea del primer encuentro entre Jesse y Celine con decenas de diálogos e imágenes: “somos polvo estelar”, advierte una gitana, después de leerles el futuro; un poema escrito por un vagabundo alude al azar del destino (lodged in life, like two branches in the river, flowing downstream). Como colofón está el final de la película, donde el espectador regresa a los sitios que Jesse y Celine visitaron: permanentes mientras que ellos, y el día que vivieron, desaparecen. En ese sentido, Before Sunrise no es el comienzo de un romance sino un fósforo que se prende y se apaga frente a nosotros: el desenlace, con esas tomas lánguidas de Viena despertando, huele a humo. Linklater se atreve a plantear un dilema que, de manera más bien obvia, pone a prueba el talante de nuestra disposición. Los románticos creerán que Jesse y Celine vuelven a encontrarse seis meses después; los cínicos saben que jamás volverán a verse. La película parece estar tan enamorada de su propia interrogante que es evidente que no tomará partido, ni habrá una segunda parte. Si la hubiera, el ejercicio –el dilema y la noción del instante transitorio– aparentemente perderían toda contundencia. En la duda, y en lo efímero del encuentro, está el valor de la cinta. O eso creía Linklater en 1995: el mundo del amor se divide en cínicos y románticos; la belleza está en esos instantes inolvidables que se esfuman, inexorables, en el tiempo.
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