En el diálogo auténtico se crea un espacio intermedio donde se suprime la diferencia entre lo tuyo y lo mío. Aparece lo nuestro. Y allí, como sin querer, se crean nuevas ideas. Se abre una comprensión más profunda de las cosas y de la vida. Enriquecemos nuestra humanidad pues aprendemos algo que ignorábamos. Entonces, aunque el otro ya no esté, seguimos conversando. Y esa prolongación del diálogo es la actividad de pensar que nos permite estar en buena compañía aún cuando estemos solos.
La conversación es la base del amor y la amistad. Robustece los afectos y desarrolla la creatividad. Conversar es como jugar a armar un collage, construir una figura que nadie conoce pero que irá apareciendo. Y no se trata de ganar o perder sino del goce de crear algo juntos. Entonces nos sentimos semejantes, vivimos la democracia. Las creaciones trascendentes se originan en momentos de intenso intercambio. Todas las visiones del futuro surgen de esas conversaciones que no tienen otro principio que la buena voluntad de quienes participan.
Si la conversación es tan maravillosa ¿por qué la gente conversa tan poco? La razón principal es la tentación de la autosuficiencia. Cuesta admitir que el otro tenga una razón relevante, que sea posible crear algo en común. En cambio, la conciencia de nuestra pequeñez nos impulsa a multiplicar nuestra inteligencia. Esta relación puede formularse a la manera de una ley: a mayor pretensión de autosuficiencia menor capacidad de conversar.
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